Poetas entre dos aguas, una poética común:


Poetas entre dos aguas, una poética común:
Cartas, prólogos y proemios de poetas del Siglo XV Español

Por José Ben-Kotel
Universidad de Salamanca


Los poetas que comentaremos tienen varios rasgos comunes con respecto a su creación poética; uno de ellos, y bastante importante, es la conciencia de que están haciendo una poesía que va más allá de ellos mismos; es decir, saben a ciencia cierta que no son unos amateurs en el arte de escribir en su tiempo y en su espacio que ocupan dentro de la España del Siglo XV. Unos más que otros tienen esa conciencia crítica, en todo caso. Al parecer no son algo nuevo tampoco las preocupaciones estéticas e incluso éticas que hay en los poetas de los cuales nos ocuparemos: hay una historia, incluso una tradición, que si no está plasmada en algún prólogo, en alguna poética tal como debiera, las podemos encontrar en los mismos poemas que han llegado hasta nosotros. En unos hay plena conciencia de su arte, y en otros existe una gran ambivalencia.

     Esa ambivalencia la encontramos en Pedro Manuel Urrea por ejemplo, cuando se debate entre ser publicado y no serlo, y que al final lo llegará a ser, mas pasando por intrincados caminos para llegar a ser lo que en el fondo quería ser: un poeta reconocido en su tiempo, y quedar para la posteridad en un impreso bien hecho. Tenía vergüenza de ser visto como un profesional de las letras, -por motivos de clase- pero además no se sentía con el conocimiento apropiado para ser un intelectual; una de sus fallas (según él) es que no sabía latín y sin esa herramienta del saber de esa época era difícil tener las lecturas importantes de primera fuente, obtenerlas sin la mancha de la traducción. Él era de la nobleza, y las cosas de la poesía para éstos no debía ser más que un pasatiempo y un oficio para las otras clases. No era visto con buenos ojos por parte de la nobleza que uno de los suyos se rebajara a esas artes de plebeyos. El pertenecer y no pertenecer, ese era el dilema de Urrea y de otros como él, los que sin embargo supieron encontrar el modo de vencer sus propios miedos y debilidades y nos legaron, algunos, una poesía de altísimo calibre.

     Sin ir muy lejos, Juan Ruiz en su Prólogo del Libro de buen amor, nos pone por delante su poética en la que vemos una posición moral, de conciencia del amor loco, de la humildad y el pecado, recomendación del loco amor, un afán pedagógico de concientizar, y sus preocupaciones sobre el metro y la rima en los poemas.
     En su poética constatamos una posición moral, directa y a la vez contradictoria en su hacer, cuando nos habla del buen tratamiento de la mujer por un lado, y al mismo tiempo enseña cómo puede ser burlada ésta.
      “Entendimiento, voluntad y memoria”, en esas tres acepciones se basará Juan Ruiz para ponernos frente a su moral, según él esta trinidad llevarán al hombre, en genérico, a estar en el camino de la enseñanza de Dios:

Las cuales, digo, si buenas son, traen al alma consolación y alargan la vida al cuerpo, y danle honra con provecho y buena fama, pues por el buen entendimiento entiende el hombre el bien y conoce el mal.
(Libro de buen amor, Página 22).
   
     En esta parte del prólogo se explaya en consideraciones morales y en la relación con Dios y su temor a éste, y el buen amor de Dios de un alma “instruida” e “informada”; y afirma por boca del profeta David: “ Y también desecha y aborrece el alma el pecado del amor loco de este mundo”. Y para rematar su pensamiento ideológico, siguiendo con la misma fuente bíblica, para darle verdad y peso a sus palabras, escribe:

Y cuando el alma, con el buen entendimiento y buena voluntad, con buena remembranza, escoge y ama el buen amor, que es el de Dios, lo pone en la guarda de la memoria para acordarse de él, y lleva el cuerpo a hacer obras, por las cuales se salva el hombre. (Libro de buen amor, página 22)
   
     La humildad, la conciencia del amor loco y del pecado es otra función de su poética, o ética, y nos dice que hizo “... esta chica escritura en memoria de bien”. El lector sabrá elegir entre pecar o no pecar, según su decir; quiere decir, que él, o en forma engañosa, sabe lo que está haciendo; no está ni concientizando ni moralizando, sino que cree, tal vez, en el libre albedrío, y usa su escritura como estrategia para llegar al lector con su filosofía y no tener problemas con la jerarquía religiosa de su tiempo, porque en un lado enseña una cosa y en otro lado enseña otra.
     Nos recuerda también, que “... como es humana cosa el pecar, si algunos –lo que no les aconsejo- quisieran usar el loco amor, aquí hallarán algunas maneras para ello”.

     Juan del Encina en su Arte de poesía castellana -un tratado sobre su poética- fue uno de los primeros en plasmar en texto sus preocupaciones estéticas. Según él la poesía castellana ha llegado a una edad dorada; defiende el pasado, dándole valor a la antigüedad en su discurso; también le preocupa la calidad de la poesía, él quiere que se la entienda a ésta como una obra de arte, algo creado y no como un ente que viene por naturaleza, marcando con estas afirmaciones, tal vez, la diferencia entre inspiración y creación, pensando en el arte poético como oficio; también son interesantes sus preocupaciones sobre la métrica, los recursos poéticos y las “galas de trobar”.
     Parte Juan del Encina, para explicarle al Príncipe Juan su arte poética, mirando hacia el pasado, porque según lo que él ve es que yendo hacia la antigüedad se entenderá el presente y la importancia que tiene la poesía en el quehacer del hombre, porque no es algo de ociosos el arte de poetizar, si no que algo cercano a la ciencia y a la “dulce filosofía” y a la música. Se apoya para ello en lo que decía Cicerón, en Catón, en Tulio, en Ciro, demostrando con eso su conocimiento de autores antiguos, y dando ejemplos precisos que corroborarán su decir, y le ayudarán a poner conciencia en el Príncipe para que éste esté al lado de esta ciencia y le dé su apoyo, “favoreciendo los ingenios de sus súbditos, incitándolos a la ciencia con enxemplo de sí mesmo”.
     Motivado por lo anterior, dice que se decidió a hacer un Arte de poesía castellana

Por donde se pueda mejor sentir lo bien o mal trobado, y para enseñar a trobar en nuestra lengua, si enseñar se puede, porque es muy gentil exerçiçio en el tiempo de oçiosidad. (Prosas, página 8).

     Le explica con un proverbio al Príncipe Juan -“No ay cosa que no esté dicha”- sus razones de por qué no hay que olvidarse de los antecesores, porque ellos escribieron “cosas mas dinas de memoria”; y lo que están escribiendo ahora ya había sido dicho anteriormente. Con esto demuestra Juan del Encina un respeto al pasado de la lengua castellana, a sus más altos cultores. También nos dice, o le dice al príncipe que por esas y otras razones “parecióme ser cosa muy provechosa ponerla en arte y encerrarla debajo de ciertas leyes y reglas, porque ninguna antigüedad de tiempo le pueda traer olvido”.

     Tiene conciencia de que probablemente otros habrán hecho este tipo de trabajo, pero también sabe que a él no le han llegado, salvo el Arte de Romance de Lebrixa. No quiere entrar en más detalles, porque por un lado no se siente con la autoridad suficiente, y por otro lado porque no quiere “tocar más de lo que a nuestra lengua satisfaze”. Sin embargo, nos complace con su aserto sobre la divinidad de la poesía, en que reitera sus preceptos sobre la alta estima en que era tenida en la antigüedad. Todo eso es para, en un afán pedagógico tal vez, el Príncipe Juan le haga caso a su demanda, fue una manera muy refinada de concientizarlo y traerlo hacia su molino. Pero para evitarse problemas, al invocar dioses paganos, explica a conciencia:

... de donde nosotros los tomamos, no porque creamos como ellos ni los tengamos por dioses invocándolos, que sería grandísimo error y eregía, mas por seguir su gala y orden poética, que es aver de proponer, invocar y narrar o contar en las ficciones graves y arduas, de tal manera que, siendo ficción la obra, es mucha razón que no menos sea fingida y no verdadera invocación della. (Prosas, p 9).

     Trae a colación que ya en la antigüedad se usaba el verso en metro; recuerda que libros del Testamento Viejo “fueron escritos en metro en aquella lengua hebraica”, la cual era más antigua que la lengua de los griegos.
     Termina su Arte de poesía castellana concluyendo haber hecho un buen trabajo en probar la validez de su propuesta, en cuanto a la importancia de la poesía, en su “autoridad y antigüedad”, asumiendo como propias las preocupaciones de los antiguos- en la alta estima en que éstos tuvieron a la poesía- y sus contemporáneos, aunque lamentándose de que hay algunos que “... queriendo parecer graves y severos, malinamente la destierran de entre los umanos como ciencia ociosa...”.

     El Marqués de Santillana en su “Prohemio e Carta” nos presenta con claridad meridiana su poética; por un lado observamos el gran bagaje cultural que tenía y su preocupación por lo que pasaba con la “ciencia” de la poesía en España y por otro nos demuestra el gran conocimiento que tenía de lo que estaba pasando poéticamente en su tiempo y en los tiempos pasados en la península; y por cierto hace un recuento de la antigüedad para darle más autoridad a sus planteamientos. Lo que place de su poética es la claridad expositiva y didáctica que tiene al formularla. Y hay clara influencia o conocimiento en él de lo que otros poetas han propuesto en sus propias poéticas, como los anteriormente comentados, y Enrique de Villena.
     Arranca su poética con un signo que se puede constatar en los otros que han escrito prólogos o proemios o cartas: la humildad. Le dice, pero como pidiéndole disculpas por la distracción que hará en él que “quisiera yo complacer a la vuestra nobleza, porque estas obras, o a lo menos las más d´ellas, no son de tales materias, ni así bien formadas e artizadas, que de memorable registro dignas parezcan”. Lo que vemos en esta sentencia tan clara es un exceso de humildad, porque está claro que el Marqués de Santillana sabía muy bien el alcance y el valor de su obra.

     Para no ser menos, o más bien para que no parezca menos Don Pedro le recuerda que escribe poesía por lo que ambos están e igualdad ante ese arte que cultivan, arte que es signo de perfección. Mas, a pesar de estar al tanto de su valer, continúa acentuando la inferioridad de su obra al llamarlas “obretas mías”, y le reitera que conoce sus poemas y que le ha complacido leerlos. Todo ese preámbulo está escrito para complacer a Don Pedro y ponerlo a la altura de los altos espíritus, cerca de lo divino, y de la perfección y la belleza:

Como es çierto este sea un zelo celeste, una afección divina, un insaciable cibo del ánimo; el qual, así commo la materia busca la forma e lo inperfecto la perfección, nunca esta ciencia buscaron nin se fallaron sinon en los ánimos gentiles, claros ingenios e elevados espíritus. (Poesías Completas, p 643).

     Después del breve preámbulo va derecho al grano de lo que lo ocupa, se pregunta y responde poniendo sobre el papel y en tinta su interrogante “¿Qué es la poesía?”, pregunta que se han hecho muchos como él y que habrán respondido tal vez en términos parecidos.  Y para él ésta es “... un fingimiento de cosas útiles, cubiertas o veladas con muy fermosa cobertura, compuestas o distinguidas por cierto cuento, peso e medida?” . Hace una especie de panegírico de esta ciencia dándole todas las buenas calidades o propiedades por medio de un cúmulo de preguntas retóricas que llevan la respuesta en sí mismas, y concluye dándonos su estética de lo que debiera, o más bien dicho cómo debiera ser un poema: “... eloquencia dulce e fermosa fabla, sea metro, sea prosa”; nosotros ponemos en afirmativo su pregunta, porque nos parece que allí, en esos tres pilares, está la sustancia de la poética del Marqués de Santillana, y, por cierto, no es ficción lo que plantea, porque además de predicar lo que dice lo ha puesto en práctica, y está demostrable en la obra que le envía a Don Pedro, y que ha llegado hasta nosotros, la que sus contemporáneos conocían también; reiteramos de nuevo que él sabía claramente lo que estaba haciendo con su “ciencia” humana.

     Para él el metro en la poesía, por antigüedad, tiene mayor perfección y autoridad que la prosa, y se remite para probar su tesis al pasado bíblico, a las formas poéticas contenidas en ese libro para demostrarlo. Tal vez hace ese recuento para darle calidad de verdad a lo que está aseverando, porque la palabra de la Biblia contenía la verdad, según el dogma de la época.
     Hace un  recorrido hacia el pasado en su toma de conciencia artística, y por cierto para darle más validez a su propuesta se apoya en la poesía antigua de los griegos y latinos. Y concluye en esta parte de su exposición, que su ciencia “acepta principalmente a Dios, e después a todo linaje e especie de gentes”.

     Nos recuenta seguidamente cómo es tan usado el metro en aquellos tiempos, en que este arte interviene y sirve. Nos muestra las epithalamias que se cantaban en las bodas; los poemas bucólicos que cantaban los pastores; los metros elegíacos, que se cantaban a los muertos en la antigüedad, y que en su presente vendrían a ser las endechas.
    También le da importancia al que los reyes modernos protegieran la poesía y sus cultores; pone como ejemplo al Rey Roberto de Nápoles quien acogió bajo su alero a Petrarca y que con él “él muy a menudo confería y platicaba de estas artes”. Recuerda a Boccaccio, quien pudo dedicarse a su arte bajo la protección del rey Johan de Chipre. Él ve la institución del mecenazgo como algo de una gran importancia, esa relación directa entre protegido y protector es algo positivo para la práctica del arte de la palabra.

     Menciona a los poetas provenzales e italianos, y al mencionarlos está haciendo historia literaria, y plantea tres características esenciales que debe tener esta insigne ciencia, a saber: sublime, mediocre e ínfimo. Pone entre los que escribieron sublime a los que escribieron en metro, a los griegos y a los latinos. Mediocres son los que usaron el vulgar para su escritura y nombra a los provenzales, que fueron los que bajaron la poesía del limbo, es decir, la pusieron al alcance del vulgo, porque antes de ellos estaba destinada a los de las clases educadas, los que sabían latín y tenían acceso a la poesía griega por medio de las traducciones. Ínfimos son los que escriben romances y cantares y lo hacen sin ningún orden ni regla.

     Reafirma su opción por lo sublime al recordar cómo escribían en metro Dante, Petrarca y Boccaccio, los que escribieron en “otra forma de metros lengua itálica que sonetos e canciones morales se llaman”. Este estilo de poetizar, de arte le llama, se extendió por Francia y llegó también a España “donde asaz prudente e fermosamente se han usado”.
     Menciona a los poetas franceses y los diferentes tipos de poesía que escribían. Nombra a Johán de Lorris, Johán Copinete, Micer Otho de Grandson, Maestre Alen Charretiel.

Los gallicos e franceses escribieron en diversas maneras rimas e versos que en el cuento de los pies e bordones discrepan, pero el peso, cuento de las sílabas del tercio rimo e de los sonetos e de las cançiones morales iguales son de las baladas; aunque en algunas, así de las unas commo de las otras, ay algunos pies truncados que nosotros llamamos medios pies, e los lemosís, franceses, e aun catalanes, bioques. (Poesías Completas, p 650).

     Compara a los franceses y a los italianos y él dice preferir a los italianos, según él son éstos de más alto ingenio. También nos presenta a los poetas catalanes, valencianos y aragoneses, los que escribieron muy bien en estas artes, y en los estilos que escribieron su poesía: novas rimadas, “que son pies o bordones largos e sílabas, e algunos consonaban e otros non”; el decir, “en coplas de diez sílabas, a la manera de los lemosís”; menciona a los cultores de este arte: Guillén de Bervedá, Pao de Benbibre, Mosén Pero March, el Viejo, Jorde de Sant Jorde, Mosén Febrer Mosén Ausias March.
     Dice que entre los poetas castellanos viejos se usó el metro en diferentes formas y menciona el Libro de Alexandre, Los votos del Pavón, el Libro del Arcipreste de Hita, Pero López de Ayala, el Viejo, “un libro que fizo de las maneras del palacio e llamaron los Rimos”.

     Los poetas gallegos cultivaron el arte mayor y el arte común, y dice que en Gallizia e Portugal que el ejercicio de esta ciencia se hizo más que en otras regiones y provincias de España. Los castellanos, andaluzes o los de Extremadura “todas sus obras componían en lengua gallega o portuguesa”.
     “Acuérdome”, dice, que cuando era muy joven encontró en poder de su abuela, doña Mencía de Cisneros “entre otros libros, aver visto un grand volumen de cantigas, serranas e dezires portugueses e gallegos”. Había obras de Johán Suáres de Pavía, Fernand Goncales de Senabria, Vasco Peres de Camoes, Fernand Casquicio y Macías.

     Menciona a los poetas castellanos nuevos y entre éstos está el Rey Alfonso el Sabio, “e yo vi quien vio dezires suyos, e aun se dize que metreficaba altamente en lengua latina”; Johán de la Cerda, Pero Goncales de Mendoca, su abuelo, el judío Rabí Santó, Alfonso de Castro, Arcediano de Toro, Garci Fernández de Gerena, Alfonso Álvares de Illiescas, Francisco Imperial, Fernad Sanches Calavera, pero Vélez de Guevara, su tío, Fernand Péres de Guzmán, otro tío; también menciona entre los cultores de esta ciencia al Duque don Fabrique, su hermano, quien hizo “gentiles canciones e dezires”, quien “tenía en su casa grandes trobadores”, tales como Fernand Rodríguez Portocarrero, Johán de Gayoso, Alfonso de Moraña, Ferrand Manuel Lando.

     Sorprende gratamente la erudición y el conocimiento que tiene el Marqués de Santillana, de lo que pasa y ha pasado literariamente en su tiempo, de cómo hay un hilo visible e invisible que va uniendo a los creadores de todas las épocas, no solamente viene de lejos la tradición, sino que está cada vez más cercana, y más cercana de hacerse clásica por medio de los grandes cultores de la ciencia mayor de las artes, que para él era la poesía y en su forma sublime. Toda su poética es una demostración de su sabiduría y una toma de posición honesta para que este arte sea apoyado por los poderosos, en este caso, el Condestable de Portugal, y demuestra por medio de una pedagogía magnífica que hay materia y espíritu, tradición y renovación en este arte, por lo que merece ser tomado bien en cuenta.
     Tiene clarísimo que la poesía contemporánea, la de su época, le debe mucho a los que la cultivaron anteriormente como los “gallicos çesalpinos e de la provincia de Equitania”.

     En su Prólogo, Prologus Baenensis, a su Cancionero, monumento a la posteridad, Juan Alfonso de Baena, tal vez dándose cuenta, más de lo que podamos especular, nos plantea de inmediato la importancia de dejar, o tener, en la memoria los hechos pasados, los presentes y los por venir, porque a través de ese conocimiento el hombre puede ser más sabio, puede tener más o mejor entendimiento de las cosas que pasan en la vida. No hay un elogio furibundo al tiempo pasado como en otros prologuistas, pero sí un tener claro que sin él el presente sería, al menos el suyo, menos culto. De alguna manera él quiere educar a sus interlocutores, “lectores y oyentes” (recuérdese que en ese tiempo habían lecturas públicas, en las que una persona leía y los demás escuchaban, era algo bien común ese hecho, y el recopilador nos lo recuerda) y su opción intelectual es que los hombres se interesen por “todos los fechos que acaecen en todos los tiempos, tan bien en el tiempo que es ya pasado como en el tiempo que es presente, como en el otro tiempo que es por venir”.

     El pasado tiene más relevancia que el presente, según él, porque ya son hechos inmutables, que se conocen, ya están plasmados en la historia; pero los hechos presentes no, porque están muy cercanos o porque lisa y llanamente se desconocen, por las razones mismas de la inmediatez. Los hombres que escribieron los libros ya de historia o de crónica lo hicieron para que lo supiesen los hombres por venir. En ellos están la verdad, y los grandes hechos y hazañas que hicieron los emperadores, reyes, príncipes y dictadores. Y en estas escrituras se encuentran cosas de los cuerdos y de los locos, cosas buenas y de las malas, para que sirvieran de lecciones a los hombres de las cosas buenas y castigo por las cosas malas.

     Habla de la importancia del saber, que la tuvieron los hombres antiguos, y las dejaron por escrito para que no se perdieran y fueran usadas por el hombre en otro tiempo, porque ese tiempo se moriría si no se dejara recuerdo de éste. Allí, en esa acepción pone mucho el acento Juan Alfonso de Baena, justamente para darle el exacto sentido a la obra que está haciendo al recopilar en un cancionero la poesía de su tiempo.

     Justifica su opción por el conocimiento al hablar de la pereza, que para él es contraria al saber por lo tanto algo que no es bueno para el hombre, reitera, como si fuera un pedagogo, nuevamente que hubo sabios y entendidos que lo apreciaron por sobre toda las cosas, eso quiere enseñarles a quienes va dirigida su obra, a todo tipo de nobles y a los hombres gentiles también. La escritura es para él una gran compañera del hombre, reitera, porque por medio de ella saben de los hechos y de la ciencia, por lo que los hombres le adeudan a ésta el conocimiento que han heredado y están obligados “de amar a todos ellos que lo tal fezieron e ordenaron, pues que saberán por ellos muchas cosas que non supieran por otra manera”.

     Aristóteles lo reafirma en su poética y nos recuerda que también era contrario a la ignorancia, cuando dice que el hombre por su propia naturaleza desea saber de todas las cosas. Nuevamente, en su afán de educar, -o de traer agua para su molino, apoyándose en el filósofo- a los nobles que debieran darle importancia al saber, que debieran amar y desear, leer, saber, entender las cosas del pasado.

     Para él entre todos los libros notables que se han hecho en el mundo, la poesia esta primero “e arte de la poetría e gaya ciencia es una escriptura e compusición muy sotil e bien graciosa, e es dulce e muy agradable a todos los opinientes e respondientes della, e componedores e oyentes”. Llega con esta afirmación al meollo de su asunto, que es poner en manos de sus lectores la obra que ha antologado. Podemos ver claramente su posición estética que está en acorde con otros poetas de esos tiempos. Ha hecho todo ese preámbulo para cautivar a sus lectores u oyentes, demostrándoles con hechos -la gran cantidad de poetas antologados en su cancionero- la especial singularidad que tiene la poesía entre las artes de la escritura, y ésta viene bendecida por la gracia divina, por lo tanto debiera ser tenida bien en cuenta porque el “Señor Dios”

... la envía e influye en los que sabiamente y sutil y derechamente la saben fazer e ordenar e componer e limar e escandir e medir por sus pies e pausas, e por sus consonantes e sílabas e açentos e por artes sotiles e de muy diversas e singulares nombranças. (Cancionero de Alfonso de Baena, p 7).

     No hay mucho más que agregar a lo que ya se ha dicho porque la cita habla por sí misma. Lo único que podríamos decir es que para el poeta la poesía tenía un alto precio, por su elevada posición en que la ponía entre las artes, pero además no cualquiera podía llegar a cultivarla; quien lo hiciera tenía que tener un alto conocimiento cultural, haber leído mucho, ser sano y hablar otras lenguas, y tenía que ser enamorado.

     Pedro Manuel de Urrea era un poeta en transición, que mientras vivió estuvo con un pie en el tiempo que le tocó vivir y consciente o inconscientemente estaba ayudando con su arte poético al cambio que se daría cuando llegara el renacimiento. También estaba a trasmano por razones de clase, porque al pertenecer a la nobleza su dedicación en demasía a las letras no podría ser bien vista por los de su clase, aunque podríamos inferir por sus propios dichos y escritura que eso no le importaba mayormente, porque sino no habría publicado nunca, aunque el mismo se contradiga al afirmar que deja sus obras para que después de muerto alguien sepa que él estuvo y escribió poesía. Podemos dudar de la autenticidad de sus palabras en sus cartas y prólogos, tal como él mismo dudaba en elegir entre las letras o las armas, y criticaba a los nobles que escribían coplas y dezires. Él se sabía más que un simple noble que sabía escribir poemas, pocos, porque así lo mandaba la ley de la corte; no se sentía un amateur de las letras sino que un profesional de éstas, y buscaba el reconocimiento de su entorno  no completamente en secreto; porque aunque le dice a su madre, la Condesa de Aranda, que no publique su Cancionero que le ofrece para leerlo, sí va implícito el deseo de ver su obra llevada a la imprenta para ser puesta en libro. Nos habla de miedos y temores, tal vez al fracaso, y también a ser criticado por los maldicientes, los criticones de la época.

     Al leer su Prólogo vamos constatando y sintiendo con él su problemática, sus conflictos y sus alardes. Pone sus obras en las manos de su madre para ser leídas y corregidas, pero parte llamándolas “obras pobres”, planteando algo común en los escritores de la época cuando se refieren en sus prólogos a sus obras listas para ser impresas: la seudo humildad. Habla de la corrección de éstas, pero no nos informa que para que queden mejores sino para que se salven de los detractores. Y también vemos su preocupación por el texto, su afán de corregirlo hasta al final, y si se pudiere incluso después de impreso. Tiene miedo de que sea interferido, sin embargo, al pasar al ámbito público. Él tenía las mismas preocupaciones que los otros escritores profesionales de esos tiempos en su poética: esteticismo, ser original, y llegar al bronce; tal vez ser  igual que el “monumento” Horaciano, un inmortal hombre de letras.

     Su temor a la crítica estaría justificado por lo que era común en esa época el temer a la crítica de los maldicientes, por lo que estaría hablándonos como escritor entonces y no como miembro de la nobleza. Pone también sobre el tapete de sus contradicciones al referirse a la cantidad y a la calidad de su trovar; y recuerda, o se opone, a lo que hacían los caballeros porque éstos “han de hazer un mote o una cosa breve, que se diga: no hay más que ser”. Sabe que debería usar “la gala del palacio”, pero por lo visto y leído su preferencia está en el “arte de la poesía”, aunque afirme lo contrario. Como bien sabemos, los nobles no tenían que escribir poesía todo el tiempo, sino que bastaba que supieran hacerlas, mas no tenían que escribirlas en grandes cantidades porque no estaban para andar haciendo alarde de ese arte, sino que cuando lo hacían no eran más que un entretenimiento social, de pasatiempo, no lo necesitaban y por lo demás ellos estaban para practicar el arte de las armas, incluso decían entre ellos que era algo para los plebeyos; sin embargo. Urrea que era un noble, escribió más de doscientas poesías, de allí que se pueda afirmar que su interés principal en la vida era más el ser un profesional de las letras que ser un noble cotidiano.

     Por lo que vimos en clase, Urrea está en transición al igual que los otros hombres de letras, profesionales, de aquellos tiempos; estaba “entre la concepción cortesana más tradicional, y estas nuevas corrientes que invadían la corte” (Toro Pascua, Tesis, V 1, página 147); las corrientes humanistas estaban entrando en éstas; podríamos concluir que el poeta estaba con un pie en la tradición y con otro en la renovación, y de ahí no tenía más opciones que estar en conflicto consigo mismo y con su entorno, aparentemente; pero si leemos, mejor, su Prólogo entenderemos que él sabía a ciencia cierta en lo que se andaba metiendo, al mezclar lo culto con lo popular, aunque no se jactara de ello porque seguía teniendo en consideración la poesía cortesana, por lo que constatamos que no renegaba de su clase, aunque sí nos dice “dulcemente” “lo que yo hasta aquí he hecho no á sido otra cosa sino una esperança de ser algo”.

     Quería ser famoso, pasar a la posteridad, pero su arraigo de clase lo traicionaba, eso de ser aristócrata lo apegaba más a la tierra que su condición de poeta, de ahí su no “deseo” de ser publicado, para que no todo el mundo conociera su arte; reniega, de alguna forma de éste cuando dice “que quede guardado, para que, después de muerto, puedan ver que he bivido”. Su contradicción lo llevó a renegar en parte de su arte, engañándose a sí mismo, y comiéndose sus propias palabras al ser publicadas sus obras, y no después de muerto; por lo que de nuevo encontramos que sus deseos no eran lo que él planteara a su madre, el de ser un poeta secreto, sino que quería ser reconocido como tal.

     En relación a su conocimiento de los clásicos, los que eran fuente de inspiración, de búsqueda y de conocimiento, de los otros poetas vistos en este trabajo, Urrea no estaba preparado para conocerlos de primera fuente, según él, porque, por un lado, sabía poco latín, y por otro, éstos le habrían llegado de segunda mano, por lo que él tenía más bien un conocimiento rústico, rudimentario de los clásicos -a los que echaban tanta mano los poetas de ese entonces- aunque aparentemente no más, porque Urrea, según Toro Pascua “parece saber más latín de lo que dice” (Toro Pascua, Tesis, V 1, p 154). En todo caso él estaría entre dos aguas, si demostraba su intelectualismo sería criticado por los de su clase, y si demostraba en sus escritos debilidad en su conocimiento de los clásicos (latín), sería criticado por los maldicientes; y los humanistas no le darían crédito a sus posiciones humanistas. De nuevo podríamos comprobar que el poeta Urrea sabía lo que estaba haciendo al justificarse en su poética de su oficio, y hacer lo contrario. Por un lado se negaba a sí mismo, como poeta, al no querer ser público, y por otro se afirmaba en su arte al ser publicado y su obra ser leída y oída en los mismos lugares que él por su abolengo negaba.

     Publicar o no publicar, era su conflicto; conflicto aparente. Los tiempos que se vivían lo afectaban también. Pero, como hemos leído, aquellos no le impidieron publicar su obra. Tenía conciencia, como Toro Pascua dice, de los peligros que entrañaba ir a la imprenta con su obra, pero no se negó a hacerlo. Su afán crítico lo llevaron a perfeccionar sus obras antes de ser entregadas a la imprenta.


Bibliografía:

Juan de Baena,  Cancionero. Edición y estudio Brian Dutton y Joaquín González Cuenca. Visor Libros. Madrid 1993.
Juan del Encina,  Obra completa
Poesía de Cancionero. Edición de Álvaro Alonso. Cátedra, Letras Hispánicas, cuarta edición. Madrid 1999.
Marqués de Santillana, Poesías Completas. Edición, introducción y notas de Maxim P.A.M. Kerkhof y Ángel Gómez Moreno. Clásicos Castalia. Madrid 2003.
María Isabel Toro Pascua, Tesis sobre Pedro Manuel Urrea. V 1. Universidad de Salamanca 1998.
Pedro Manuel de Urrea, Églogas y poesías. Introducción de Eugenio Asensio. Impreso en Talleres gráficos de Cándido Bermejo. Madrid 1950.
Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, Libro de buen amor. Selección, introducción y notas, Alberto Szpunberg. Ediciones Rueda. España 1999.